CARTA

CARTA

lunes, 22 de agosto de 2016

LIBRO: EL PROCESO DEL DUELO


Con el tiempo pienso que…

A partir de la pérdida de un hijo, se inicia un proceso reparatorio que es una finalidad prioritaria en sí misma.
Que reina universalmente en nuestra vida. 
Que está continuamente presente, aún en aquellas ocasiones en que creemos no estar pensando en absoluto en ello.
Que condiciona nuestro mundo interior y que rige, secretamente, muchos de nuestros estados emocionales y muchas de nuestras decisiones.
A veces, no somos demasiado concientes de esta permanente y sutil correspondencia.
Sin embargo sería bueno reconocerla y aceptarla.
Porque ella es la evidencia de que nuestros hijos, a modo de una amorosa unión, se han quedado en nosotros.
                                                                        

Carlos J. Bianchi, otoño del 2003

LIBRO: LA PAREJA UN DELICADO EQUILIBRIO (PARTE 3)


Es éste mi tercer libro sobre el mismo tema: “la relación de pareja” .

Cuando el primero fue editado y más tarde cuando concluí el segundo, tuve la misma sensación, la de haber dicho sobre ésta cuestión todo cuanto era capaz de decir. Como profesional y como hombre, naturalmente necesitado de amor.

Sin embargo – ya ven – hoy surge un tercero.

Es que mi pareja, mis amigos y sobre todo mis pacientes, me siguen dando indicios de qué en tan intricado tema no todo está dicho.

Son ellos con sus reflexiones, con sus maneras de ver y sentir, los que me enseñan - o me asombran -, aportando cada uno su hebra de personalísimo color al inmenso tapiz que configura una relación amorosa.

A mi juicio mucho de lo que he escuchado merece ser escrito y he intentado hacerlo, a mi modo, en éste nuevo libro.

Prólogo

Al autor de este libro le tocó acompañarme en uno de los tramos psicoterapéuticos de mi vida. Por lo tanto, es para mí un ex – terapeuta, que para colmo escribe sobre la pareja, con lo cual lo de “ex” podría despertarme incómodas asociaciones. Pero se trata de Carlos J. Bianchi, una de cuyas virtudes es ayudar a descomplejizar  lo que parece insoluble, y a hacernos sentir cómodos con lo que pensamos, sentimos y experimentamos. Muchas personas darán fe de ello, y muchas más tienen, con este libro, la oportunidad de comprobarlo: sus  cuentos y reflexiones nos acompañan con la misma calidez que él despliega en su consultorio.

Los relatos recogidos en estas páginas son el producto de su larga experiencia profesional, pero sobre todo, de su profunda comprensión del alma humana. En este caso, del alma de la pareja, con sus anhelos y sus frustraciones, sus sueños y sus desencantos, su capacidad de avanzar... y también de tropezar.

Esas infinitas tramas que tejen los vínculos amorosos son las que aquí adquieren un recorte particular, en historias que conjugan vivencias e imaginación, sustancia real y ficción.

La tragicomedia humana alcanza de ese modo una encarnadura en la que resulta difícil no verse reflejado.

Cada relato es un lúcido mordisco a las jugosas relaciones de pareja, que tanto puede estar narrado con espíritu zumbón como con ternura o melancolía. Y entre uno y otro,  “instantáneas” que ayudan a re - pensar los vínculos que tenemos, tuvimos, o ansiamos lograr.

Carlos J. Bianchi comparte con el lector una mirada que amplía el horizonte, porque está más cerca del interrogante que del “caso cerrado”. En ese sentido, la lectura del libro se convierte en una saludable aventura de autoconocimiento, sobre un tema acerca del cual – y afortunadamente – nunca estará todo dicho.

Norma Osnajanski 






El tío Andrés

Tomás era oficial de justicia y trabajaba en los Tribunales.

Era alto y algo desgarbado. Su abundante cabello había comenzado a platearse sobre las sienes y los rasgos de su cara eran  marcados y varoniles. Las manos nervudas, de largos dedos seducían por lo expresivo de sus movimientos y su mirar, apacible y profundo, inspiraba confianza.

Podía, si se sentía a gusto, ser entretenido y cordial, por lo que,  en general,  no le faltaban amigas. Pero a pesar de ello no había podido, todavía, armar una vida en pareja. También sabía, a sus cuarenta y ocho años, que no podía prescindir de los encantos femeninos ni de la búsqueda de un amor que apuntara a ser definitivo.

Todos los fines de semana salía con alguna de sus amigas. Iban al cine o a cenar a algún lugar que no fuera caro, pero lo que más le importaba era lo que venía después: invitarla a su departamento donde, entre copas y caricias, terminaban en la cama. A veces la amiga de turno prefería quedarse a dormir, pero esto no era para Tomás imprescindible, y aunque lo aceptaba, más bien era un fastidio que toleraba para no perder la relación, o para disimular lo escaso de su interés en continuar con ella más allá de lo vivido.

La reiteración de tantos fines de semana en los que no aparecía el verdadero amor, hicieron  decrecer sus esperanzas  y  tornaron   su vida monótona y  solitaria.



Esa noche, como todas, entre las ocho y las ocho y media Tomás regresó a su departamento. Sabía que nadie lo esperaba.

Sin quitarse el saco se sentó en el sillón, frente al televisor. Lo encendió y buscó algo que le interesara. Fue cambiando canales y sorteando la publicidad. Se quedó observando las piruetas de unos monos que convivían en una reserva animal, hasta que los borró el anuncio de un alimento balanceado. En otro canal, un político explicaba como se podría arreglar el país y buena parte del mundo. Apagó la imagen.

 Luego miró la hora, se levantó, colgó el saco en una silla y se acercó a la heladera.

 Como de costumbre, no había gran cosa en ella, pero algo podría preparar para la cena. Mientras se servía un pedazo de queso y un poco de fiambre, observó que la luz del contestador telefónico titilaba, avisando que había una llamada.

Siguió con lo suyo. Puso la mesa, abrió la botella de vino que estaba por la mitad y se sirvió una copa. Mientras la saboreaba, se acercó al aparato para escuchar el mensaje.



“Tomás, Tomasito, querido, ¿estás ahí? Soy yo, la tía Clara, ¡Tomasito, que mala noticia tengo que darte! Esta mañana falleció el tío Andrés. ¿Te acordás, no es cierto? ¡Cómo te quería el tío! ¡Cómo jugaba con vos cuando eras chico! Escuchame, Tomás, lo velamos en – y le daba la dirección – y mañana a las diez lo llevamos al cementerio de Olivos. Te espero, querido. ¡Estoy tan triste y somos tan pocos de familia! Vení en cuanto puedas...”

Detuvo el contestador y estirándose en una poltrona se quedó pensando y recordando.

Su madre había muerto hacía dieciocho años. La tía Clara y el tío Andrés eran los únicos hermanos de ella. Su padre había fallecido cuando Tomás era un adolescente, y de la escasa familia por parte de él – vivían en Misiones – no había tenido nunca más contactos ni noticias.

Después de la muerte de la madre se había ido distanciando de los tíos en cuestión. No porque mediara algún enojo, sino porque sentía que era muy poco, casi nada, lo que podía compartir con ellos. Como además se mudó a Villa Ballester, le resultaba incómodo y distante  visitarlos.

 La relación con ellos se limitaba entonces a algún esporádico llamado telefónico. Más que nada era la tía Clara quien los hacía e invariablemente, luego de interesarse por su salud, le reiteraba la misma pregunta con tono de preocupación o de reto: “ Tomasito, ¿cuándo te vas a casar? ¡Mirá que ya sos grande y es feo quedarse solo cuando pasan los años!”

Al tío Andrés, a quien no veía desde hacía más o menos quince años, lo recordaba vagamente. Sí se acordaba que solía conducir un mateo, con el que se ganaba la vida paseando enamorados o turistas por los bosques de Palermo.

No dudaba - si lo decía la tía Clara - que el tío hubiera jugado con él en su lejana niñez, pero nunca sintió que esa relación dejara alguna huella de nostalgia.

No sabía que Andrés estuviera enfermo. Con franqueza, no sabía siquiera que estuviera vivo. De todos modos sintió  pena, sobre todo por la tía, que se quedaría muy sola seguramente.

Después de dudarlo, decidió ir al velatorio. Pensó que era viernes, y las horas de sueño que perdiera podría recuperarlas al día siguiente.

La noche sería larga, así que no se apuró. Cenó parsimoniosamente mientras ojeaba los titulares del diario. Lavó los pocos cacharros que había usado y se preparó un café.

Acomodó los almohadones del diván, que siempre dejaba ordenados como para recibir alguna visita, femenina desde luego. Se lavó y se cambió la camisa, ajada por el uso de todo el día, se afeitó ligeramente y luego, con satisfacción permaneció un momento mirándose en el espejo. Se vio bien. Tomó el frasco de perfume, pero se le ocurrió que quizá no  debiera ir perfumado a un velatorio. Después pensó que eran pamplinas, ¿qué sabía él de velatorios después de todo, si desde la muerte de su madre no había concurrido a ningún otro?, y se perfumó, aunque con discreción.

Le puso agua a las plantas, se fijó si las ventanas y la llave de paso del gas estaban cerradas, anotó la dirección del velatorio, se puso el saco, apagó la luz y salió del departamento.

Fue a la cochera a buscar  su viejo y fiel Peugeot, esperó que el motor se calentara y partió.



Un rato después estacionaba sobre la avenida Maipú, cerca del velatorio. Se demoró un instante todavía, sentado en el coche. Luego tomó impulso y bajó. La indecisión lo llevó primero a la cafetería que estaba en la esquina, pidió algo, sin saber para qué, miró la hora, y finalmente se decidió, pagó el café y se dirigió al velatorio.

Al entrar, observó que habría cinco o seis personas a lo sumo. Salvo la tía, los demás eran desconocidos. La escasa concurrencia lo hizo sentir vulnerable a las miradas, aumentando su sensación de incomodidad.

En cuanto lo vio, la tía Clara se levantó con dificultad y fue a su encuentro. Lo abrazó sollozando, luego lo tomó del brazo y lo llevó lentamente hacia la sala mortuoria. Tomás sentía que se descomponía, hubiera querido irse, no estar allí. Pero resignado, se dejó llevar. A la vera del cajón la tía alababa las virtudes del muerto y, entre suspiros y sollozos, intentaba una especie de biografía póstuma del tío Andrés. Tomás estaba aterrado y apenas la escuchaba. Cuando miró, casi sin querer mirar, y sólo por la insistencia de Clara, se encontró con los tristes despojos de un desconocido. Después quiso mirar a otra parte y paseó su vista por el crucifijo y las dos únicas y modestas palmas que había en la sala. Una de la tía, la otra de un centro de jubilados.

Se alejó del lugar llevándose consigo a Clara y se dejó caer en un sillón. Aceptó una ginebra, en parte porque a estas alturas la necesitaba, y en parte para terminar con la insistencia de una mujer - encargada de la cocina, por lo visto – que ya por cuarta vez le había ofrecido algo.

Miró la hora. La una de la mañana. Cerró los ojos, que era una manera de no estar allí y también de evitar que le hablaran. Finalmente, se quedó dormido.



A eso de las cuatro, la tía lo despertó. Quería presentarle a Mónica, que acababa de llegar. Tomás abrió los ojos y vio lo único hermoso desde que saliera de su casa. Si él hubiera tenido que describirla con su lenguaje habitual, seguramente habría dicho  para sus adentros que se trataba de una hembra descomunal.

-Tomasito, ¿te acordás de Mónica? Es la hija de Antonia, mi prima política. Vos estabas en el secundario, tendrías trece años y ella era una beba amorosa. ¿Te acordás que en casa la tenías en brazos y hasta a veces le cambiabas los pañales? Después que falleció tu mamá, dejaron de verse. Claro, vos venías menos a visitarme y Mónica había empezado ya la escuela primaria.-

Tomás se ruborizó. Lo avergonzaba el relato de la tía y también sus propias fantasías, ya que pensó que con gusto la seguiría cambiando a Mónica actualmente.

Ella, también sonrojada, miraba al suelo.

-Mónica es abogada ¿sabés?. Raro que no se hallan cruzado en los Tribunales. Bueno, los dejo conversar, así no se les hace tan larga la noche.

Tomás pensó que, efectivamente, nunca se habían cruzado por los pasillos de Tribunales, ya que no se hubiera olvidado de una mujer así. Por el relato de la tía, calculó que Mónica tendría alrededor de treinta y cinco  años.

Ella se sentó, decidida, al lado de él. Al principio estuvieron en silencio, pero luego, tímidamente y en voz baja, comenzaron a hablar. Fueron pasando las horas y la charla se hizo cada vez más animada, aunque ambos se cuidaron de guardar el debido recato, dadas las circunstancias.

Tomás habló de su trabajo y de su solitaria soltería. También de sus siempre postergados deseos de una vida en pareja. Ella, por su parte, habló de su profesión, tema que Tomás conocía. Luego agregó que vivía sola, que había tenido un par de historias sentimentales, pero que no pudo llegar a enamorarse como para  concretar una relación estable.

A veces debían interrumpir la charla, solidarios con el llanto de alguien que recién llegaba.

Luego de uno de esos silencios en el que Mónica parecía enfrascada en sus recuerdos, mirando a los ojos a Tomás, dijo: “ no he podido enamorarme, como te decía, al menos de la manera en que estuve enamorada de vos, cuando yo era una nena y vos un muchacho”. Después agregó: “ en aquella época, fuiste mi príncipe azul, Tomás”.

Demasiadas emociones para una sola noche. Tomás estaba abrumado, pero feliz. Ya se sentía enamorado, noviando, viviendo con ella, haciendo el amor...

Respondió de manera entrecortada: “bueno, claro, en aquella época era imposible, pero...”

Mónica le completó la frase: “ibas a decir pero ahora no, ¿no es cierto?”

El asintió con la cabeza. “Y, nunca se sabe Tomás, nunca se sabe” agregó ella, con una sonrisa cómplice.

Entre silencios y confidencias llegaron las diez de la mañana, y con ello, los últimos pasos de la triste ceremonia.

Tomás, pese al cansancio, se sentía distinto, lleno de vida, y hasta pudo acompañar nuevamente a la tía Clara a la sala mortuoria, para que despidiera a su hermano con un último sollozo.



Partió el cortejo. En el único coche de acompañamiento iban la tía Clara y tres señoras más. Tomás y Mónica se ubicaron detrás de ellas en el Peugeot. Dos señoras de cierta edad, vecinas de la tía probablemente, pidieron permiso y subieron al coche de Tomás.

Mónica, en el asiento del acompañante y cruzada de piernas, dejaba al descubierto la mitad de sus generosos muslos.

Tomás sentía que un fervor le recorría el cuerpo y temió que su excitación se notase. Mientras tanto, una de las señoras, en el asiento de atrás, decía: “gracias a la amabilidad de esta pareja yo puedo acompañar al finadito hasta el cementerio” , mientras les agradecía a los dos.

Ambos sonrieron y, sin darse vuelta, aceptaron el cumplido, restándole importancia.

Hicieron en silencio el lento recorrido, sólo interrumpido por alguna musitada sentencia de las vecinas: “no somos nada”, “Dios se acordó de él”, o la más patética  “dejó de sufrir, el pobrecito”.

Ya en el cementerio, lo de siempre: un breve responso, recitado sin emoción por el cura, y luego la escasa comitiva acompañando  el féretro al lugar ya asignado.

A la salida,. Tomás se despidió con un beso y un prolongado abrazo de la tía, prometiéndole visitarla. Mónica también  abrazó y  besó a Clara, que desde al coche, los saludó cariñosamente con la mano, mientras le decía a ella: “que Dios te conserve siempre tan hermosa”.



Finalmente quedaron solos en la puerta del cementerio. Se hicieron a un lado para dar paso a una nueva y doliente comitiva. Caminaban lentamente hacia el Peugeot, cuando Tomás, deteniéndose, le dijo: “Si no estás muy cansada, te invito a almorzar”. Ella hizo silencio antes de responderle con una sonrisa complaciente: “estaba deseando que me invitaras”.

 La mañana era radiante y soleada sobre el río. Eligieron una parrilla poco concurrida en la costa de Vicente López. El la tomó del brazo al entrar y ella lo aceptó complacida. Ya ubicados en una mesa junto a un ventanal, conversaron animadamente mirándose a los ojos. Sus manos tropezaron al querer tomar el mismo grisín y optaron por partirlo. Se sonrieron, mientras el mozo descorchaba una botella de buen vino reserva.. Hablaron del destino, de las casualidades, de la soledad...

Finalizando el almuerzo, el mozo les ofreció café o una copa de champaña. Prefirieron lo segundo y brindaron por ellos.

Se fueron  tomados de la mano...


Mientras tanto, el tío Andrés seguía en lo suyo. Rejuvenecido y con sus cabellos al viento conducía el viejo mateo, tirado por “Chiche”, el fiel compañero,  que había vuelto a sus mejores bríos.

Iban envueltos en una música celestial, y estaban llegando al cielo.

                                                                
¿Hay un lugar para cada cosa? ¿O a veces aparecen las cosas en los lugares más impensados? Como cuando en casa buscamos los anteojos, el encendedor o el hilo y la aguja, y los encontramos en sitios insólitos.

¿Hay un lugar donde se pueda encontrar el amor o al menos la más efímera pasión?

Desde luego no pretende sugerir este cuento, que quienes estén solos deban en su afán,  salir a recorrer velatorios.

Sobre todo, porque creo que no hay “un” lugar.

Lo que sí creo que existe es una disposición para encontrar, que es algo distinto.

Más allá de los avatares del azar, de los designios del destino, nuestra disposición a querer encontrar, nos hace libres. Al menos un poco. Digamos... modestamente libres.

LIBRO: LA PAREJA UN DELICADO EQUILIBRIO (PARTE 2)



Intenciones.

Para escribir  un libro sobre un tema puntual  es necesario desmenuzarlo con ojos propios, de lo contrario uno no escribe un libro, copia un libro.

Sólo de este modo es posible decir algo nuevo sobre lo ya trillado y consabido, aún a  sabiendas que probablemente despertará polémicas, dado que a la mayoría la intranquilizan las innovaciones y los cuestionamientos.

Por lo tanto he tratado al escribir, de escapar a la mera reiteración de lo ya aceptado o de lo ya prohibido en torno a la relación de pareja y volcar mis convicciones, plasmadas a través de más de treinta años de experiencia profesional en la atención de dicha problemática.

Intentaré a lo largo de estas páginas señalar, y quizá advertir, sobre la conveniencia de tener en cuenta las siguientes premisas:



·      Destacar la necesidad de ser  “individuo” antes de ser la mitad de una pareja.

·      Señalar los principales aspectos del vínculo sobre los que se manifiestan: al principio las afinidades y las atracciones, luego con el correr del tiempo y no siempre,  las sorpresas o las desilusiones, por último -- reitero que no siempre -- los conflictos.

·      Mostrar como el amor posesivo  estrecha las posibilidades de la pareja en cuanto a la búsqueda de una relación armoniosa que respete las libertades individuales, y advertir como luego, es ese afán posesivo el que crea el terreno propicio para que en él se manifiesten distintas formas de infelicidad.

·      Reconocer a la monotonía, a los hábitos reiterados y a la falta de creatividad, como  los factores que transforman el vínculo en una desapasionada rutina, insatisfactoria y distante de lo que fuera al comienzo de la relación.

·      Darnos cuenta que nuestras humanas posibilidades nos permiten concretar una relación       moderadamente feliz,  sin empeñarnos en la búsqueda de una relación ideal,  inaccesible a nuestras imperfecciones, advirtiendo que hablar de imperfecciones no tiene en este caso ninguna connotación enfermiza sino simplemente humana. Dejemos lo perfecto y lo ideal para los dioses que ya sabrán ellos que hacer con tales virtudes.

·      Reconocer la trascendencia que posee todo aquello que cada uno espera hallar al integrar una pareja, ya que la falta de concordancia en cuanto a estas personales expectativas,  hará que una misma situación compartida sea satisfactoria para uno e insuficiente para el otro.

·      Darse cuenta que en el amor, aunque abunden, de poco sirven las teorías, y que al no existir partituras es necesario aprender a tocar de oído.

·      Admitir que amar es comprometerse con la vida, con el otro y con uno mismo, y no ignorar los riesgos de eventuales sufrimientos, de los que no está exento el camino hacia la búsqueda de una relativa felicidad.

·      Señalar la hipocresía imperante en las reglas de juego  con que la sociedad restringe y sanciona el libre albedrío a la que dos personas tienen derecho a ejercer,  en cuanto al modo que hayan elegido para relacionarse entre sí.

·      Por último y si tuviera que condensar en una frase, el hallazgo que emerge como fundamental a través de mi indagación profesional en cuanto a la relación de pareja se refiere, elegiría decir (y trataré de ejemplificar tal afirmación)  qué: “la infelicidad es una consecuencia de nuestros propios miedos”.

LIBRO: LA PAREJA UN DELICADO EQUILIBRIO


ÍNDICE
1. El placer de compartir o la esclavitud de la monogamia
2. En torno a la felicidad
3. Los pilares de la pareja
4. Los roles y las estrategias
5. Tiempo y espacio en la relación de pareja
6. La pareja y los verbos
7. El amor y la pasión
8. Las escenas temidas
9. Los celos
10. Las reglas de juego de la monogamia
11. Una Tarea para el hogar
12. Características frecuentes en nuestro medio
13. La pareja homosexual
14. Una segunda oportunidad
15. La falta de pareja
16. La terapia de pareja
17. Apéndice Epílogo



En la actualidad, el autor, centra su labor profesional en torno a la terapia de las vicisitudes que conllevan los vínculos amorosos, incorporando en su metodología de trabajo su vasta experiencia a través de un enfoque singular y dinámico.

La pareja: un delicado equilibrio



PRÓLOGO:

En los comienzos de la década del sesenta, con mi flamante postgrado de médico psiquiatra y una aceptable formación psicoanalítica, iniciaba mi profesión como psicoterapeuta.

Quiso el azar, el destino, o quien lo gobierna, que las primeras consultas estuvieran referidas a la problemática de la pareja.

Me atrajo la complejidad y lo polifacético del tema, y a partir de entonces fui centrando mi tarea en el análisis de esta casi universal problemática.

Debí informarme, escuchar o leer a los que saben, ajustar permanentemente mi encuadre en las entrevistas, sumar a todo ello mis propias reflexiones e ir, a través de los años y de la práctica profesional, confeccionando un pequeño libreto ( o librito ) que en la actualidad me sirve  para acompañar a mis pacientes  en las cavilaciones en que los demoran la complejidad de sus amores.

La opinión  de algunos amigos, que me tildaron de egoísta por guardar este “librito” solo para mí, me llevó a pensar en la posibilidad de darlo a conocer.

Recién entonces caí en la cuenta de las dificultades que entrañaba la tarea, sobre todo si la pretensión es escribir un libro que a la hora del balance final pueda salvarse del fuego purificador; también surgió en mí la necesidad de disculparme con ciertos escritores por haber leído sus obras con alguna indolencia, sin reparar en el inspirado empeño que demandó su publicación. ( Nada mejor que intentar usar una pala, para comenzar a sentir respeto por quienes bien la manejan).

Quiero además advertir que estos escritos si bien facilitarán, espero, el poder corregir un rumbo equivocado (es decir realizar la prevención del conflicto), o ubicar el punto donde el mismo se encuentra ( es decir su diagnóstico ), no incluyen, más allá de algunos lineamientos generales, la resolución del mismo ( es decir su tratamiento ).

Por lo tanto “La pareja: un delicado equilibrio” no forma parte de esa legión de libros que tanto  contribuyeron a la prosperidad de sus escritores, y  que, con títulos  rimbombantes del tenor de “Cúrese a Ud. mismo” o “Ud. todo lo puede”, flaco favor le hicieron, en definitiva, a tantos desprevenidos lectores. Es que si bien es cierto que la posibilidad de realizar cambios que apunten a un crecimiento personal, en buena medida de nosotros depende, considero inadecuado fomentar la vanidosa presunción que nos lleve a  desdeñar la ayuda profesional adecuada para encausar y acompañar a nuestros saludables  intentos de transformación.

Bueno, después de disculpas y advertencias que creí necesarias, aquí está el libro.

Son un conjunto de reflexiones, sugerencias, líneas de pensamiento, ideas  y también de dudas, en torno al tema de la pareja.

En cuanto a la bibliografía, he prescindido de libros profesionales o técnicos sobre la materia, ya que me anima la intención que mis escritos sean lo menos “psicológicos” y “solemnes” posible, en cambio he recurrido a citas que provienen de la literatura universal, porque en ella he encontrado los relatos más humanos sobre los humanos amores.

Como el lector podrá inferir también consta en estas pocas páginas mi experiencia  personal, mis amores. Es imposible no involucrarse.

Me he casado, descasado, recasado, he tenido tres hijos. He sufrido el inmenso dolor de perder  a uno de ellos,  me sigue doliendo y sigo sin comprender, aún aceptando que la muerte física sea una transición; el desconcierto que genera la ausencia es atroz, “la verdadera muerte es el olvido” dice A. Machado, me aferro a esa sentencia y siento que Martín sigue viviendo en mi corazón y en mis permanentes recuerdos...

He conocido el halago y el desplante, la felicidad y el sufrimiento, el acierto y los errores, pero ante todo he preferido ser protagonista y no espectador en cuanto al amor se refiere...escribe J. L. Borges, y desde ya me adhiero a esa manera de sentir: “con las mujeres he vivido los momentos más felices y también los más desdichados de mi vida, he preferido ser feliz y desdichado a no ser ninguna de las dos cosas”.

De estas  variadas vertientes surgieron estas líneas. Sugieren,  creo yo, la necesidad de buscar entre ambos integrantes de una pareja reglas de juego que les pertenezcan  y los representen en sus afanes de un modo  libre y singular. Desechando las recetas universales.

Universal es el conflicto, singular su resolución.

Finalmente espero que el lector pueda reconocerse, encontrarse en este desorden y hallar en  alguna página un renglón que lo ayude a practicar un cambio favorable o a requerir la ayuda adecuada con el afán de hallar una salida, si es que la necesita.

Para todos aquellos que se afanan en dar y recibir amor, están dedicadas estas  páginas.

domingo, 21 de agosto de 2016